Las vistas de Shackelton

Si se navega hacia Georgia del Sur, con isla Elefante a estribor, no hace falta ser un fanático de Shackleton para reflexionar sobre el viaje del James Caird. Llevábamos a cabo la misma travesía que hicieron estos valientes en el minúsculo y húmedo bote salvavidas, aunque en nuestro caso con una comodidad vergonzosa, a mayor velocidad y en pleno verano. De vez en cuando miraba a través de las ventanas de la timonera e intentaba imaginar lo duro que debió ser aquel viaje, pese a que nuestra mentalidad moderna no pueda comprenderlo del todo.


Durante los primeros días en Georgia del Sur llevamos a los pingüinólogos a sus lugares de trabajo en Cooper, Royal y bahía San Andrés. Luego accedimos al único lugar habitado del archipiélago, la ensenada del Rey Eduardo. Congelada en el tiempo está la eminente estación ballenera con su iglesia escandinava, los famosos tanques de petróleo oxidados, los temibles balleneros naufragados y el cementerio.

Al atardecer atracamos junto al embarcadero de Tijuca, y ya era noche cerrada cuando terminamos de recoger. No desembarcamos. La cena estaba lista. Acordamos que a la mañana siguiente todo el mundo recorrería a su aire el lugar. Además, Josh, el funcionario del gobierno, nos abriría el museo y la oficina de correos. Me fui a dormir sin poder evitar pensar que apenas unos cientos de metros me separaban de la tumba del explorador.

A la mañana siguiente el tiempo era asombroso. Nunca había visitado la tumba de nadie, pero subí la suave pendiente de la colina donde se encuentra el modesto cementerio. Mi presencia ahuyentó a un lobo marino. Pasé respetuosamente junto a las veinte o treinta tumbas, todas con la cabecera orientada al este: balleneros que murieron en accidentes; un magistrado que se ahogó tras verse empujado al mar por una avalancha, y cazadores de focas que perecieron en una epidemia de tifus. Me impresionó lo jóvenes que eran.

Pero el cementerio está dominado por la lápida de granito de sir Ernest Shackleton. Fue enterrado orientado hacia la Antártida. Su encantadora estrella tallada atrae inevitablemente tu mirada y tus pasos. Presenté mis respetos y observé todo en silencio. Donde descansa Shackleton hay paz, armonía, belleza. No puedo imaginar un lugar mejor para el descanso de un marino o un explorador. El fondeadero mejor abrigado de un archipiélago muy protegido. Con la mínima dosis de civilización para entretenerte. Ver pasar barcos de vez en cuando, o escuchar las conversaciones de los marineros; rodeado de petreles, la llamada de un pingüino rey abajo, en la playa; el elegante vuelo de un albatros nómada. Ver a las alegres focas adolescentes jugando al interminable juego del «rey de la roca». Escuchar la charla de una manada itinerante de ballenas, el suave y continuo chapaleo del oleaje. Sumergido profundamente en la naturaleza.


Kenneth Perdigón

Capitán

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